La tradición cristiana ha adjuntado al nombre de María de Nazaret expresiones destinadas bien a ensalzar un determinado misterio de la vida de esta mujer, bien a singularizar una determinada advocación haciéndola así más cercana al sentir de una tradición concreta. De entre todos los nombres con los que María es llamada, sin lugar a dudas, el de Madre de Dios es aquel que manifiesta con mayor claridad la grandeza y la plenitud del misterio de la mujer plenamente obediente a la voluntad de Dios.
Para los católicos, llamar a María Madre de Dios aparece como algo natural e inmediato. Ella es la que dio a luz al Salvador del mundo. Pero se ha de tener presente que llegar a esta afirmación de gran importancia para la fe cristiana, supuso un largo proceso de búsqueda de la verdad contenida en la Revelación, camino que discurrirá siempre paralelo al del conocimiento de la realidad personal de Jesucristo.
Leyendo la Sagrada Escritura
En el Nuevo Testamento la figura de María aparece siempre a la sombra de Jesús en un doble sentido, esto es, María ocupa siempre un segundo plano con respecto al anuncio de Jesucristo y, al mismo tiempo, aparece como aquella que está más cerca de Jesús en cuanto a la comprensión y participación de su misión y destino. Sin embargo, esto no es óbice para que los textos neotestamentarios manifiesten su convencimiento de que María es la Madre de Jesús, la Madre de Dios.
Con concisa rotundidad, San Pablo dirá en la carta que escribe a los Gálatas: «pero cuando se cumplió el tiempo envió Dios a su Hijo, nacido de mujer» (Cf. 4,4). El texto nos habla de la existencia eterna del Hijo de Dios, como Dios en igualdad de condiciones del Padre, que es el enviado al mundo. Nos habla del modo en que el Hijo de Dios entró en el mundo: siguiendo el camino humano, esto es, naciendo de una mujer.
Mayor expresividad y plasticidad tiene el texto «de la anunciación» que transmite el evangelista San Lucas (Lc 1, 26-38). Según algunos de los exégetas más importantes de nuestro tiempo como K. Stock e I. de la Potterie, nos encontramos aquí con un escrito que sobrepasa a los posibles paralelos de textos, tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento, en los que se anuncia un «nacimiento maravilloso». Nos hallamos frente a un texto vocacional en el que se pide a María una aceptación y cooperación en la voluntad de Dios. En el versículo 38 encontramos una fórmula que la tradición latina ha transmitido de la siguiente manera: «fiat mihi secundum verbum tuum» (Hágase en mí según tu palabra). Esta fórmula, en su original griego, es única en todo el Nuevo Testamento. Con su «fiat», María no manifiesta un asentimiento resignado ante la voluntad de Aquel que es «superior», sino que está expresando un gozoso deseo de colaborar con lo que Dios quiere de Ella. Es la alegría del abandono total al querer de Dios. Por otra parte, este final corresponde a la invitación a la alegría del principio de la misma perícopa: «alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo» (Lc 1,28).
De estos dos textos presentados se pueden extraer dos ideas fundamentales. En primer lugar, la afirmación de que Aquel que se desarrolla en el seno de María no es sólo un hombre más, sino el enviado por Dios, preexistente a «los tiempos». Así, la acción generativa de María tiene como término la persona divina del Verbo y es, al mismo tiempo, el Hijo de María y el Hijo de Dios. En segundo lugar, se ha de destacar que el texto lucano subraya la participación activa de María en la encarnación del Verbo de Dios. María no es sólo receptáculo pasivo, sino cooperadora activa en la obra de Dios.
Mirando a la Tradición de la Iglesia
El comienzo de la reflexión teológica cristiana estuvo marcado, como es natural por ser lo específico, por la búsqueda y exposición de la verdad sobre la realidad personal de Jesucristo. En un primer momento, las disputas teológicas van a estar centradas en el modo en cómo Jesucristo es Dios, en el mismo sentido que se aplica al Padre y, sin que por ello, se deba renunciar a la afirmación de la unicidad de Dios. En un segundo momento, las controversias se van a desplazar hacia el modo en cómo en Cristo se unen la naturaleza divina y la naturaleza humana sin que haya disminución en la autenticidad de ninguna de ellas. Es en este contexto donde se enmarca la reflexión sobre el modo en que María es verdaderamente la Madre de Dios.
Uno de los autores cristianos más significativos del siglo IV, San Hilario de Poitiers, nos ofrece una importante muestra del esfuerzo de la Iglesia por llegar a la verdad sobre la personas de Jesucristo y de su Madre, María. Para ello, abordará al mismo tiempo la realidad de la concepción virginal por obra del Espíritu Santo y la perfecta humanidad de Jesús dada por María. Afirma San Hilario en su tratado Sobre la Trinidad:
“Pues la Virgen no engendró lo que engendró más que del Espíritu Santo. Y aunque ella proporcionó de sí misma para el nacimiento de la carne, todo lo que las mujeres aportan al principio que han recibido para el nacimiento de los cuerpos, con todo, Jesucristo no se formó según el modo de una concepción humana normal, sino que, una vez que toda la fuerza para el nacimiento había sido dada por el Espíritu, conservó en su nacimiento como hombre todo lo que es propio de la madre, pero tenía desde el principio su ser divino.”
En el camino que seguirá la reflexión en torno a la figura de María, encontramos un hito de gran importancia: el concilio de Éfeso que se celebró el año 431. En esta reunión, los padres conciliares asumieron como perteneciente a la verdadera fe la carta que San Cirilo de Alejandría envió a la reunión sinodal. En ella se afirmaba:
“porque no nació primeramente un hombre cualquiera, de la santa Virgen, y luego descendió sobre Él el Verbo; sino que, unido desde el seno materno, se dice que se sometió a nacimiento carnal, como quien hace suyo el nacimiento de la propia carne… De esta manera ellos [los santos Padres] no tuvieron inconveniente en llamar madre de Dios a la Santa Virgen.”
Con la definición propuesta por los padres sinodales de presentar a María como verdadera Madre de Dios, «Theotokos», afirmaron que la persona que se gestó en el seno de la Virgen María es la del Hijo de Dios unido, desde el comienzo mismo de su desarrollo, con una naturaleza humana perfecta, esto es, que no está menguada en nada de aquello que pertenece propiamente a dicha naturaleza humana. Así pues, en el seno de la Virgen María se produce la que llamamos unión hipostática de Jesucristo: una única persona: el Verbo de Dios y dos naturalezas: humana y divina.
La maternidad divina, centro de la verdad sobre el ser de la Virgen María
Como se ha expuesto más arriba, por su colaboración activa en la Encarnación del Verbo, María viene a ser la Madre de Dios, a quien concibe virginalmente y a quien alumbra permaneciendo virgen para siempre. La virginidad de María no es únicamente un aspecto del momento en que el Verbo de Dios es concebido y dado a luz, sino que abarca toda la existencia de María. Ya en su vida anterior, María se preparó para ser virgen con un deseo profundo, con una íntima aspiración de cumplir siempre la voluntad de Dios. Así, la virginidad de María inunda toda su vida, tanto en el aspecto corporal como en la dimensión espiritual de la mujer que dio a luz a la Vida del Mundo.
En vistas a este ser Madre de Dios, María fue colmada de gracia. La Iglesia enseña que este don de Dios no comienza en el momento en que María acepta ser la Madre de Dios, sino que por don especial de Dios, llena, desde el comienzo, toda la vida de María. De este modo, el Ángel Gabriel puede saludarla como «llena de gracia», una gracia de la que María no es mera receptora pasiva. Como todo don de Dios, porque el mismo Dios lo ha querido así, pide la cooperación de la persona y, en María, esta cooperación es total e implica la donación total de su ser a Dios. Por ello la fe la llama Inmaculada.
En el plan original de Dios, el ser humano está llamado a la plenitud de la vida, al disfrute de la felicidad plena, a la ausencia de dolor y sufrimiento. El pecado trastorna este proyecto de Dios para la humanidad. En María, por la obra redentora de Jesucristo, el ser humano puede vislumbrar cuál es nuestro destino. En la Madre Inmaculada de Dios, siempre Virgen, se ha cumplido ya la restauración de la naturaleza humana que Cristo ha realizado con su Encarnación, Vida, Muerte y Resurrección. Por ello, María no conoció la corrupción del sepulcro y goza ya de la vida de los bienaventurados que todos esperamos alcanzar algún día.
Así, el ser Madre de Dios se convierte para María en una potente luz que alumbra en todas las dimensiones de su vida. Le fue concedida la gracia de no heredar la marca del pecado original, don al cual María respondió buscando siempre la voluntad de Dios y cumpliéndola en su vida. A María se le pidió ser la Madre de Dios y Ella respondió diciendo sí y cooperando activamente en la obra restauradora de su Hijo. A María se le concedió el don de permanecer Virgen en la concepción de su Hijo y ella respondió viviendo durante toda su vida esta consagración virginal a Dios en su cuerpo y en su alma como signo de la presencia de Dios en medio del mundo. A María se le concedió el don de ser Asunta al cielo y Ella responde con su intercesión permanente por toda la humanidad. Gracia y respuesta del ser humano, con razón María es llamada imagen y modelo de la Iglesia.
Víctor Montoya Villegas
Sacerdote diocesano. Realiza su tesis doctoral en la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma.