miércoles, 1 de julio de 2009

JESÚS, EL HIJO DE MARÍA

La iconografía cristiana ha realizado a lo largo de la historia innumerables imágenes de la Virgen María con el Niño Jesús en sus brazos o en el regazo, son imágenes cargadas de ternura que nos acercan al misterio de María, y desde ella, al Misterio mismo de Cristo, al mismo tiempo que nos indican la centralidad de esta maternidad en la vida del cristiano.

Hoy quiero traer estas imágenes, imágenes concretas, las que cada uno tiene en la cabeza, y sobre todo en el corazón, porque son las imágenes ante las que se ha rezado, postrado y hasta llorado, y les invito a pararse, a contemplar un punto de la imagen: miremos al Niño, al Hijo en los brazos de la Madre.

Jesús, el Hijo Eterno de Dios, es también el hijo de María. Muchas veces hablamos de María como la Madre de Jesús –es este el título más antiguo que la Iglesia ha dado a María, ya en los primeros siglos-, hoy miremos a Jesús, el hijo de María.

Jesús nació de María la Virgen, compartiendo en su encarnación nuestra naturaleza humana, menos en el pecado. Jesús al ser concebido por la Virgen María, por obra del Espíritu Santo, tomó su carne y su sangre, siendo todo Él, hijo de María. María es, por tanto, la Madre de Jesús y Madre de Dios.


Jesús llama a María, Madre, como llama a Dios, Padre. San Anselmo lo ha descrito con estas palabras: “Dios se hizo de María un hijo, no otro hijo, sino el mismo suyo. Para que fuese uno y el mismo Hijo natural y común de ambos, Hijo de Dios e hijo de María”.

Por eso, la Iglesia ha condenado a aquellos que negaban la realidad del cuerpo de Jesús, como si hubiera sido un fantasma. En este caso María no habría sido Madre, pues Jesús no tenía cuerpo. Nosotros, por el contrario, confesamos en el Credo que: “Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor, fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo y nació de Santa María Virgen”. Jesús es de la carne y sangre de María como lo dice, bellamente, Fray Luís de León: “La sangre de la Virgen fue la flor de la sangre que compuso todo el cuerpo de Cristo. Y no sólo aquella sangre virginal le compuso mientras estuvo en el vientre sagrado, más, después que salió, le mantuvo convertido en leche en los pechos sagrados”.

No son muchas las escenas evangélicas que nos muestran a Jesús como el hijo de María.

Un momento importante para contemplar al Hijo de María son los relatos de la infancia; sólo los evangelios de San Mateo y San Lucas nos muestran la infancia de Jesús, y en ella la figura de María, “de la que nació Jesús, llamado Cristo” (Mt 1,16). Fuera de su casa, fuera de la Ciudad de Belén, “porque no había sitio en la posada” (Lc 2,7), nació de María, Cristo, y Ella, “lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre” (ibid). La escena de la adoración de los Magos de Oriente, que nos cuenta San Mateo, vuelve hacer hincapié en el Hijo: “Entraron en la casa; vieron al Niño con María su madre y, postrándose lo adoraron” (2,11).

María, la Madre, aparece en una actitud contemplativa, todo lo que está viendo y oyendo supera lo que un ser humano puede entender, por eso “guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón” (Lc 2,19). Incluido el anuncio del sufrimiento del Hijo que rompe el corazón de la Madre, “¡y a ti una espada te traspasará el alma!” (Lc 2,35).

La relación del hijo con la madre se va acrecentando y profundizando con el paso del tiempo, también en el caso concreto de Jesús y de María. El largo tiempo de Nazaret es una experiencia que marca la vida de Jesús, como la de María. No tenemos muchos datos históricos; son los silencios y la propia experiencia de nuestra relación materna la que nos dice cómo sería la experiencia de Jesús como hijo de María.


La madre que amamanta al niño, que le da el alimento que es su propia vida, vida que lo hace crecer y robustecerse. Hijo que siente el calor maternal en el cuidado, en la cercanía, en la preocupación ante la enfermedad y el sufrimiento. Calor y apoyo que experimenta el Hijo en la oración de la Madre.

En la etapa de Nazaret hay un aspecto, igual al de todos los padres para sus hijos, que es la educación. Lo que vemos en el Jesús adulto, en la vida pública, está marcado y es signo de lo que vió y oyó de sus padres, de lo que aprendió en la casa de Nazaret. El Papa Juan Pablo II, en una de sus catequesis de los miércoles, hablaba de María como la educadora del Hijo de Dios. A este respecto nos recordaba que María no se limitó en su maternidad a lo puramente biológico de la generación, sino que, como cualquier madre, contribuyó al crecimiento y desarrollo de su hijo, porque “no sólo es madre la mujer que da a luz un niño, sino también la que lo cría y lo educa”. Y enfatiza el Papa: “la misión de educar es según el plan divino, una prolongación natural de la procreación”. María es Madre de Dios no sólo porque concibió y dio a luz al Hijo de Dios, sino también porque lo acompañó en su crecimiento humano.

Claro que alguien puede preguntarse: si Jesús es el Hijo de Dios, ¿para qué necesita educadores?. El misterio de la encarnación nos introduce en este aspecto de la humanidad del Hijo de Dios, así el evangelio nos dice que Jesús estuvo sujeto a José y a María (cf. Lc 2,51). Y escribe Juan Pablo II: “Esa dependencia nos demuestra que Jesús tenía la disposición de recibir y estaba abierto a la obra educativa de su madre y de José, que cumplían su misión también en virtud de la docilidad que él manifestaba siempre” (cfr. Juan Pablo II. Audiencia del 4 de Diciembre de 1996).

Jesús, también en este sentido, es ejemplo para todos los hijos en relación de afecto y sujeción a los padres, como instrumentos de Dios en la educación de los hijos.

En la vida pública, pocas veces encontramos a Jesús junto a su Madre, lo que no quiere decir que no lo estuviera. De hecho, en el libro de los Hechos de los Apóstoles encontramos a María entre la comunidad reunida en Jerusalén.

El primer signo de Jesús, en la boda de Caná de Galilea, aparece en relación con su madre. Es María la que provoca la actuación de Jesús. La Virgen está preocupada por la afrenta que supone para los novios quedarse sin vino. La respuesta de Jesús puede parecer inadecuada para un hijo con respecto a su madre: “¿Qué tengo yo contigo, mujer?” (Jn 2,4), según los exégetas viene a significar: ¿Qué a mi y a ti?. Lo que hace Jesús, en este caso, es presentar a su Madre la dificultad de que “todavía no ha llegado su hora”. En otros textos del evangelio, ante el aviso de los oyentes de que está fuera su madre y sus hermanos, Él pone la relación familiar en un contexto más amplio: “Todo el que cumpla la voluntad de mi Padre del cielo, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre” (Mt 12,50). Los lazos del parentesco carnal quedan pospuestos a los del parentesco espiritual. Lo cual nos lleva a reflexionar que la unión de Jesús con su Madre supera la pura relación de la carne y de la sangre, pues María es la que cumple la voluntad de Dios, es esa aceptación libre de los planes de Dios lo que ha hecho posible la encarnación del Señor.

Pero hay otro momento en que los caminos de Jesús y María se unen con una profundidad aun más grande, en el momento supremo de la cruz. María y el Discípulo amado contemplan la entrega del Hijo, y son los beneficiarios del nuevo don de Cristo: “Mujer, ahí tienes a tu hijo” (Jn 19,26); y al discípulo, “Ahí tienes a tu madre” (Jn 19,27). El hijo de María le otorga el don de una nueva maternidad, la de su Cuerpo que es la Iglesia. Y a Juan, y en él todos los que creemos en Cristo, el don de ser hijo de María. María es la madre del “Cristo total”, en expresión de San Agustín. Y nosotros somos hijos de la que es Madre de los Creyentes, Madre de la Iglesia.

María, como Madre es la primera discípula de su Hijo, la que lo acunó en su regazo y lo alimentó con su leche; la que lo siguió durante toda su vida hasta llegar al Calvario; la que murió con Él, como sólo una madre muere con su hijo; la que esperó que la vida del Señor no podía acabar en una cruz; la que fue testigo de la Resurrección y fue llevada a la gloria del Padre como primicia de todos los creyentes.

Jesús, el hijo de María, nos da en su Madre el modelo de toda maternidad.


Ginés García Beltrán
Párroco de S. Sebastián y Consiliario de la Hermandad