En el año 1.977 fui llamado por un grupo de padres que tenían un problema común: la deficiencia intelectual de sus hijos. Quise decir que no, pues tenía mucho trabajo en mi parroquia y al mismo tiempo, lo más importante, no entendía nada del tema… cuando descubrí que nadie se hacía al frente y que “todo iba a quedar en nada”, les prometí que me haría cargo de la incipiente asociación durante dos años, tiempo suficiente, entendía yo, para ponerla en funcionamiento.
Puedo afirmar hoy que Dios ha tenido mucho que ver y hacer aquí y lo digo así por no aparecer pedante diciendo esta obra es de Dios; el año 1.977 aquí había una casa de campo vieja que pudo acoger inicialmente a cinco chicos y actualmente hay instalaciones suficientes para atender a doscientos chicos/as con un equipo técnico, médico, con educadores, monitores, cuidadores…
Tuvimos desde el principio una intuición: hacer una residencia, una casa grande que fuese la continuación de su propia casa, donde los padres tuviesen la certeza de que en caso de que faltasen, sus hijos iban a estar atendidos. Se pueden contar por decenas los chicos/as que han perdido a sus padres y que su familia somos nosotros.
Aquí hay padres que viven en cierto sentido aquella escena del Gólgota: “Madre ahí tienes a tu hijo. Hijo ahí tienes a tu Madre”. Y el hijo la recibió en su casa. Es una situación, un momento, una hora de oscuridad en que un padre o una madre sabe que tiene que salir de este mundo y dejar a su hijo/a, que es lo que más quiere en manos de otra persona. Digo persona, no institución, porque en la medida que el espíritu esté con nosotros, los padres van a depositar su confianza, repito, en una persona.
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Nosotros luchamos en medio de una sociedad que, porque no queremos ni debemos juzgarla, es capaz de dar grandes cantidades de dinero para que los chicos estén atendidos y prácticamente aplauden o al menos ponen todos los medios al alcance de los padres para que maten -ese es su nombre- cuando hay peligro de que el hijo/a pueda nacer con problemas.
Nosotros luchamos por la vida. Por dignificar a unas personas de un colectivo marginado. Entendemos que las palabras pueden ser bonitas y hay que decirlas, pero sobre todo hay que vivir con ellos, estar con ellos y que ellos te respeten, te obedezcan y te amen. Es lo que hizo Jesús de Nazaret, que se encarnó, se hizo uno de nosotros… pero nosotros al final lo matamos.
Nosotros luchamos para que ellos puedan relacionarse con Dios y con María y que sepan que todos nosotros somos y debemos comportarnos como hermanos, porque todos somos hijos del mismo Padre.
Ellos lo viven a su manera, sin embargo, son distintos a nosotros… es como si lo que hacen lo hicieran de verdad y de una forma más auténtica viven “desde su verdad” “desde su vida” con mayor autenticidad.
Ángel Alegría Cánovas
Sacerdote de la Diócesis de Cartagena y párroco de Altobordo (Lorca). Director de ASPRODES.